Cuando en la comida del domingo en casa de tus padres alguien dice que al hijo de los vecinos su empresa le ha enviado a trabajar fuera, él es un expatriado, y seguramente lo habrá hecho con unas condiciones económicas que en buena parte intentarán compensar el alejamiento de su país, su ciudad, su casa, y probablemente mantendrá esta condición sólo de forma temporal.
Cuando te cuenten de aquel compañero de instituto, que después de varios años acumulando experiencia y mejorando su curriculum, ha terminado por vivir en otro país, él es un emigrante, probablemente las condiciones económicas le compensen sólo en parte los kilómetros de distancia pero seguir dedicándose al trabajo que un día eligió forma también parte de esa compensación. La diferencia entre él y la persona que ves limpiar los cristales en el piso de enfrente después de dejar la comida lista podrían ser básicamente seguir trabajando en lo que uno quiere y mantener unas condiciones laborales más que dignas.
Cuando te llegan las imágenes que captan la mirada pérdida de un desconocido intentando pedir alimento para su familia en mitad de un campo de tiendas de campaña, o te enseñan a un grupo que rodeando un fuego para intentar entrar en calor, cuando te hablan de las personas que se amontonan en barcos a la deriva en ese limbo geográfico salino en el que se ha convertido el Mediterráneo, cuando sobre la arena de la playa se queda el cadáver de un niño que ni siquiera sobrevivió a esa última parte de la travesía que le traería a Europa, todos ellos son refugiados, personas que no tuvieron otra opción que la de salir huyendo empujados por una guerra. Éstos se han quedado sin pasado, sobreviven en el presente y quizás hayan perdido la esperanza en el futuro.